Hace años, cuando escuché la primera referencia sobre el premio Nobel de la Paz y conocí algunos detalles acerca del cómo, cuándo y el porqué se otorgaba, quedé formidablemente impresionado. Permanecí atónito cuando me enteré acerca del perfil de algunos premiados ya que habían sido luchadores sociales dedicados a defender sus ideales. Algunos, después serían martirizados, como Martin Luther King (1964) y, otros, eran héroes vivientes como Teresa de Calcuta (1979) , Lech Walesa (1983) o el más famoso preso político y después presidente de Sudáfrica Nelson Mandela (1993).
Seguí atendiendo la secuela de premiados, pero empecé a sospechar que la designación pudiera ser coyuntural; ya que se premió a Mijaíl Gorbachov (1990) un año después de consumada la Perestroika. También me resultó “coincidente” el premio de 1992, cuando se escogió a Rigoberta Menchú, una indígena guatemalteca. Sospeché que esa designación ayudaría a festejar los quinientos años del “encuentro de dos mundos” (en mi niñez, el 12 de octubre se celebraba el día de la raza).
Sin embargo, cuando veo que se premia a Henry Kissinger (1973), a los Cascos Azules de la ONU (1988), a Jimmy Carter (2002) y a Al Gore (2007) empezaron a surgirme dudas. ¿Acaso solamente es un motivo propagandístico que utiliza el gobierno sueco para, cada año, hacerse presente en el mundo?
Por eso, desde ayer , cuando supe que el premio de la paz era para Barak Obama (2009) ya no sé qué pensar. ¿Es el premio al Quijote soñador, al intrépido profesor universitario que venció a los poderosos Clinton? ¿O es acaso el moderno luchador social que busca el cambio en un país que estuvo al borde de la ruina financiera? También se me ocurre pensar que se premia al nuevo “Rigoberto Menchú” como primer hombre de color que llega a la presidencia de los Estados Unidos.
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